Sean todos más sensibles,
se lo pido por favor,
soy más que una lavadora
que lava blanco y color.
Sostienen que quito manchas
y están muy equivocados.
Lo que yo hago es escucharlas:
sus bondades y pecados.
La grasa de bicicleta
me cuenta que no es valiente;
que al quitarle los ruedines
se cayó al suelo de frente.
Al vino que es obstinado
le cuesta mucho salir,
pues se piensa que su dueño
sin él no puede vivir.
La tinta de pluma llora
porque quiere ser poeta
y de tanta inspiración
se cayó a la camiseta.
Ayer me vino agobiado
el cuello gris de camisa
porque es duro su trabajo
y hay que hacer todo deprisa.
Esta mancha de carmín
llora al amor olvidado:
“sin él no puedo vivir,
es tan guapo y educado…”
Menudo disgusto trae
el barro del pantalón
pues mamá le ha regañado
y le ha dado un coscorrón.
Yo las calmo y las escucho,
les digo “no pasa nada”
y cuando desaparecen
me quedo muy preocupada.
Cuando mi filtro se obstruye
de oír tanto desconsuelo,
ya no soporto la carga
y lloro por todo el suelo.
Solo entonces me hacen caso
y llaman a ese señor
que se encarga de arreglarme.
De escucharme, pienso yo.
Yo le cuento las vivencias.
Vamos, que las penas lloro.
Y él le contesta a mi dueños:
“uffff… esto es cosa del cloro”
Hace un poco de terapia,
me receta bien de tila
y con todos sus consejos
yo me quedo más tranquila.
Cuando el técnico se marcha,
por fin vuelvo a funcionar:
a escuchar a nuevas manchas
o a lo que llamáis “limpiar”.
ILUSTRACIÓN DE JUANA SUBERCASEAUX